Habían pasado años desde aquella última vez en que no tenía a quien llamar y decirle “te quiero”, “te amo”, alguien con quien compartir los logros, enseñanzas y fracasos experimentados en las últimas jornadas, esta sensación era algo espeluznante que llevaba varias semanas, no sabía si reír o llorar por aquella mujer a la que había alejado de su vida ¿era ella verdaderamente importante para él? ¿Valía la pena buscarla y pedirle perdón para esperar como respuesta un “vete al diablo”? ¿La amaba verdaderamente?...
No lo sabía.
En su corazón se presentaba un enjambre de emociones que sin organización pero con vehemencia indomable, clavaban lenta y dolorosamente su aguijón en cada uno de los poros de su ser. Reír, llorar, recordar, suspirar, odiar, todo estaba permitido y ¿por qué no? Beber para mitigar un poco ese dolor y miedo a la soledad que creía era la causa de su congoja, un buen whiskey y Los Miserables de Víctor Hugo fueron el remedio perfecto para mantenerlo ensimismado en la vida del pobre Señor Magdalena durante la mitad del día.
Después, después seguir evadiendo a la realidad, pero al final siempre regresar a esa tormenta de emociones y como un desempleado que espera ansiosamente la llamada que le permita llevar el pan a su casa, revisar el teléfono para buscar un mensaje, una llamada perdida de aquella mujer que alimente su esperanza y le permita saber que ella sigue viva y aún piensa en él. Los resultados fueron negativos y el dolor (si era eso lo que sentía) se agudizaba más.
Al final, como lector imparcial, no me queda más que reír de esta paradoja: ¡Pero qué estúpido! ¡Cómo se atrevía a buscar algo que el mismo había alejado!