Huxley, Orwell y Radbury
son autores que, gracias a obras como Un Mundo feliz, 1984 y Fahrenheit
451, pueden ser considerados como un trio de autores distópicos que nos invitan
a reflexionar sobre la perdida de la capacidad de abstracción de los individuos
y su alienación a través de sistemas de índole capitalista o socialista. El
tópicos en estas tres obras es la limitación y control de las palabras, pues la
clase dirigente sabe que el uso de las palabras y del lenguaje, permiten al
hombre desarrollar su capacidad crítica y de abstracción, por tal motivo y dada
la peligrosidad del lenguaje, lo preferible es que no cuenten con esas
herramientas.
Wittgenstein, no se equivocaba al
señalar que los “los limites del lenguaje son los límites del mundo” y si estas
tres sociedades distópicas cuentan con un lenguaje paupérrimo, resulta evidente
que son total y absolutamente manejables de acuerdo a los intereses del grupo
gobernante, la limitación material del lenguaje se da con la destrucción,
control y limitación de esos pequeños amigos con los que a muchos de nosotros
nos gusta compartir nuestro tiempo… los libros.
La sociedad capitalista de
Huxley, prohíbe los libros y “John el
Salvaje”, personaje de Un Mundo Feliz, despierta gracias a las breves lecturas
de Shakespeare que le permiten pensar por sí mismo y ampliar su mundo. El desenlace
no es para nada alentador, pues John se da cuenta que la masa cosificada
prefiere vivir en los excesos y perderse en el “soma” cuando algo parece estar mal
en vez de ponerse a pensar; de esta
manera, Jhon, como buen mártir de la verdad, decide morir antes que pertenecer
a ese grupo de animales que yanta y se refocila en los placeres corporales y
consumistas y así, termina como un símbolo de resistencia ante el control social.
Orwell es mucho más cruel y
maquiavélico en el control social, El Gran Hermano todo lo ve y lo escucha y es
capaz de mantener hipnotizado al grueso de la población con un constante y
terrible bombardeo de información que es capaz de crear la realidad en la que
se desenvuelve. En la sociedad
orwelliana las cosas no existen si antes no les es asignado un nombre o un
significado, lo que nos habla de un conocimiento epistemológico carente de
objetividad y que busca un control absoluto y total. En ese contexto, el
personaje principal, Winston Smith, parece despertar de su apocamiento pero no
cuenta con las herramientas lingüísticas necesarias para salir por completo de
su caverna intelectual.
Orwell, contrario a Huxley, es
tajante, él no admite mártires en su sociedad antagónica a la ciudad que se
encuentra “en ningún lugar” como la denomina Tomas Moro o la distopía de Huxley. ¿Para qué crear mártires?
¿Para qué dejar morir a una persona convencida de sus pensamientos cuando es
posible manipularla, moldearla y torturarla física y psicológicamente para que
acepte, ame y respete al sistema? De
esta manera Smith intenta revelarse pero poco después es descubierto y antes de
que se cree un símbolo de resistencia que pueda compararse, con sus evidentes y
tajantes diferencias, a un nuevo Sócrates, una Hipatia, un Giordano Bruno o un
Galileo que pueda decir “eppur si muove” detienen a Smith y lo torturan física y
psicológicamente hasta que se encuentra total y absolutamente convencido del
amor y respeto que “siente” por el Gran Hermano, en el momento que cree haber
defraudado a su benefactor con sus pensamientos o acciones, prefiere morir.
Radbury, que por cierto ha
desaparecido de la faz de la tierra en días recientes, 6 de junio de 2012 para ser exacto, muestra
algo que ni Orwell ni Huxley parecen aceptar un sus tristes, desoladoras pero
hasta cierto punto descriptivas y loables distopías que bien pueden referirse a
nuestro modo de vida actual. En
Fahrenheit 451 el control y limitación absoluta para la lectura de libros se
presenta como algo normal, algo que permite a las personas “ser felices” al no
pensar y preocuparse por cuestiones más importantes como el tamaño de las
pantallas que cubren cada una de las paredes de su sala, por la música que
escuchan en sus recorridos a alta velocidad por las carreteras o por hablar fútilmente de todo y de nada con gente con la
que no tienen ningún verdadero lazo de unión.
El personaje principal de Radbury
se llama Montag y es un bombero que en vez de apagar incendios, se dedica a
incinerar libros por órdenes del gobierno. Al igual que el Jhon de Huxley o el Smith de Orwell,
atisba que algo no está bien en esa forma de vida y que debe existir algo bueno
en esos objetos de odio que contienen el pensamiento, sabiduría,
confrontaciones y premisas escritos por otros seres humanos. Montag también
intenta luchar y enfrentarse contra ese control social y también es descubierto
pero, y aquí es donde se encuentra en punto álgido que nos permite distinguir
la distopía de Bradbury con las de Orwell y Huxley, en vez de morir como mártir
o aceptar el sistema, logra escapar.
A partir de entonces Bradbury
representa una especie de iniciación donde su personaje principal, Montag,
realizará un breve pero fructífero y simbólico viaje hacia una vida nueva que le permitirá renacer como el guardián de
los libros que ha leído y que haya podido memorizar para que, de manera oral,
transmita a otros lo poco o mucho que sabe, de esta forma, acompañado de otras
personas con las mismas cualidades, se convierte en una especie de Homero postmoderno que recorre los suburbios y
comparte sus conocimientos con quienes quieran y deseen recibirlos, esperando
el momento en el que el mundo sea consciente de las grandes limitantes con las
que vive y decida utilizar sus potencialidades intelectuales.
Tal vez ese momento nunca llegue, pero ese es, precisamente, el legando idealista y esperanzador de Radbury de una sociedad distópica que pueda despertar.